Por: Alma Angelina C. Carbajal Guzmán
Aun faltan 12 minutos para que comience la función; el público se ha rezagado un poco. El ambiente
se siente cultural, sonidos de una filarmónica en ensayo se dejan oír a lo
lejos, las campanas amenizan la tarde con una procesión de repiqueteos
continuos. Algunos extranjeros se arremolinan alrededor, las fotografías se
echan andar bajo una mirada telescópica,
flashes impregnan el cuadro aun no presentado en su totalidad.
Uno de los técnicos se acerca hacia los corceles,
desenrollando una alfombra de humo claro y místico. La expectación aumenta e invita a otros al espectáculo, el
público crece. Sonrisas aterrizan sobre el trespeleque cabello de los jamelgos,
que se ondea de un lado para el otro. El
reloj da las dos de la tarde, pronto está por iniciar una travesía teatral.
Suenan campanas, se anuncia el acto en puerta: “Los
caballos de Menorca”. La gente se multiplica, al mismo tiempo que las
fotografías; recuerdos a trote. Un niño
les señala, hace el comentario de que “pueden ser un tipo de robots” la sonrisa
del padre se expande ante la imaginación del niño.
Casi treinta minutos de espera, pero valió la pena.
Música de tambores desemboca enérgicamente en el ánimo de la gente, primero los sonidos son solemnes
y los artistas hacen su aparición, cuatro hombres con arnés pegado en el torso
se desenvuelven en torno a la gente, relinchos y expresiones de caballo salen
de sus caras, la niebla pasa inadvertida.
Música folclórica, carnaval de movimientos. Los artistas
se despliegan y cada uno frente a su respectivo caballo emite una
reverencia, para fundirse después y ser
uno en la cabalgata próxima. Las quimeras entre hombre caballo fabrican un
baile al centro, mientras la multitud se
queda boquiabierta, feliz, mirando la destreza y agilidad de los
rocinantes; estos a su vez juegan con la
gente aproximándose de forma espontanea, algunos quedan fascinados,
sorprendidos, espantados pero todos con la sonrisa al vuelo.
La caballería se traslado después hacia las calles de
reforma y cinco de mayo, dejando en
las tiendas caras de alegría, risas y alguna que otra cara de descontento, pero
con la peculiaridad sostenida en lo alto de las orejas de estos fantásticos
amigos. Regresaron después por el mismo camino hasta el zócalo, con la
actuación de una embestida invisible, a
quienes todavía llegaban a verlos por curiosidad paseando por las calles de
Puebla. A orillas de la avenida los
caballos quedaron exhaustos,
inermes; dándole la espalda a la
majestuosa catedral, sintiendo aun ese caleidoscopio de sensaciones y júbilo,
cabalgando siempre contra el viento en la memoria y recuerdo.